sábado, 6 de septiembre de 2025

Salir del rebaño: clínica del exilio interior

Hay momentos en la terapia donde no se trata simplemente de tomar una decisión, sino de cruzar un umbral interior. A. lo expresó con una honestidad que me conmovió: “Si me voy, siento que traiciono a Dios. Pero si me quedo, me traiciono a mí”.

A. había nacido y crecido dentro de los Testigos de Jehová. Su vida había estado muy  marcada por esa pertenencia: desde sus amistades hasta sus lecturas, desde sus ideas sobre el amor hasta su comprensión del tiempo y del fin del mundo. Porque en este grupo, la fe no es un asunto privado ni flexible. Se vive como un todo cerrado, que abarca desde lo más íntimo hasta lo más cotidiano, con normas claras y consecuencias explícitas si se las desobedece.

La espiritualidad como frontera

El punto no era solo doctrinal, aunque también había eso. En el último tiempo, A. se había estado preguntando cosas que ya no encontraba lugar para formular. La doctrina del “remanente ungido”, el rechazo a muchas fiestas cotidianas para la mayoría de las personas, la insistencia en que sólo la organización tiene la verdad... Todo eso, que en un momento había sido un marco de seguridad, ahora empezaba a sentirse como una jaula.

Pero lo más difícil no eran las ideas, sino el entramado emocional. En el grupo, la duda no está bien vista. Preguntar puede ser leído como rebeldía. Y alejarse suele significar no sólo dejar una fe, sino perder una familia. No por decisión propia, sino por una práctica común en el grupo: el aislamiento o “shunning”, como algunos especialistas lo llaman.

Desde afuera, esto resulta excesivo. Pero desde adentro, es vivido con una mezcla de culpa, miedo y lealtad. Y ese es uno de los mecanismos más dolorosos: cuando se logra que el propio corazón vigile o silencie a la conciencia.

El alma que quiere hablar

En clave arquetipal, el alma de A. estaba empezando a hablar con otra voz. Una voz que no negaba su pasado, pero que pedía espacio, respiro, y autenticidad. En términos bíblicos, pienso en la figura de Abraham: llamado a dejar la casa de su padre, sin saber exactamente adónde ir, sólo con la promesa de un Dios que lo llama fuera del campamento.

En el consultorio, el acompañamiento no pasaba por empujarlo a irse del grupo —creo que sería un gesto violento e irresponsable—, sino por ofrecerle un lugar donde las preguntas pudieran ser habitadas sin temor. Donde pudiera distinguir qué era fidelidad a Dios y qué era miedo disfrazado de obediencia.

A veces, lo que más aliviaba a A. no era una interpretación, sino simplemente que alguien no lo corrigiera ni lo juzgara. Que pudiera decir en voz alta: “Ya no estoy seguro de que ellos tengan la única verdad.” Y que en ese momento, eso no implicara perderlo todo.

El sueño y la puerta

Una vez trajo un sueño. Estaba en un salón grande, como uno de los salones del Reino donde los Testigos se reúnen. Todos cantaban. Pero él veía una puerta entreabierta por donde se filtraba una luz dorada. Dudaba. Nadie más parecía verla. Al final, se acercaba, pero no llegaba a cruzar.

No era necesario interpretarlo demasiado. Lo importante era que el alma le mostraba algo. Que esa puerta existía. Que salirse no era necesariamente traicionar a Dios, sino empezar a caminar con Él de otra manera.

En los grupos con estructuras rígidas, la confusión entre Dios y la organización puede ser tan fuerte que toda disidencia se vive como apostasía. Pero, como señala la teología mística, Dios no se agota en ninguna forma, por sagrada que sea. Hay algo de su misterio que siempre desborda. Y cuando la institución deja de hospedar ese misterio, el alma se empieza a inquietar. Me gusta mucho como lo piensa Javier Melloni, al decir que las religiones son, en el mejor de los casos, transmisoras de una plenitud que les ha sido dada; pero que cuando dicha transmisión se transforma en la pretensión de ser poseedores de una totalidad, las cosas empiezan a torcerse.

El dolor del exilio

Decidir alejarse fue un proceso lento. Un camino con pausas, con retrocesos, con momentos de mucha tristeza. A. perdió vínculos. Sintió miedo. En algún momento dudó si no estaba cayendo en la “trampa de Satanás”, como tantas veces le habían advertido.

Pero también comenzó a ganar algo: un espacio interior más libre, un modo más compasivo de hablar con Dios, una capacidad de pensar sin temor al castigo. Lo más difícil, quizás, fue descubrir que se puede seguir siendo espiritual aún cuando uno se aleje de una estructura que se dice representante exclusiva de la verdad.

Hoy, A. no reniega de todo su pasado. Reconoce aspectos valiosos: una actitud ética, cierta disciplina, incluso algunos vínculos auténticos. Pero también ve con claridad cómo el miedo, el control y la manipulación se pueden camuflar bajo discursos religiosos.

Una espiritualidad que bendice la búsqueda

Para quienes acompañamos estos procesos, la tarea es delicada. Hay que sostener el dolor sin minimizarlo. No apurar el paso. No reemplazar un dogma por otro. Solo estar, con atención y cuidado, mientras el alma misma va diciendo por dónde.

Jesús no solo habló del buen pastor: también fue el buen pastor. Fue él que salía a buscar a la oveja perdida, no para devolverla sin más al rebaño, sino para cargarla con ternura sobre sus hombros. Y a veces, acompañar a alguien que deja un grupo cerrado es simplemente eso: sostenerlo mientras se atreve a escuchar otra voz, más viva y más honda. 


Lecturas recomendadas

Melloni, J. (2011). Hacia un tiempo de síntesis (1. ª ed.). Fragmenta Editorial.


domingo, 20 de julio de 2025

La soledad del sacerdote: entre el altar y el abismo.

Hace un par de semanas atrás nos conmovía la noticia del suicidio del padre Matteo Balzano, un sacerdote italiano de 35 años. Sin entrar en detalles ni buscar explicaciones que no tenemos, su muerte nos invita a mirar de frente una realidad sobre la que no suele hablarse lo suficiente: la soledad de los sacerdotes. 

No se trata solo de una soledad práctica —vivir lejos de la familia o de los pares—, sino también de una soledad más sutil, menos visible, que a veces toca aspectos centrales de la identidad y del vínculo con uno mismo. Una soledad que no siempre se reconoce, pero que puede hacerse presente en momentos de mucha exigencia interior… y que, con frecuencia, se vive en silencio.

A veces no se dice, pero el cuerpo lo empieza a decir solo: con insomnios, tensiones, enfermedades inexplicables.

La fragilidad negada

El sacerdote ocupa un lugar cargado simbólicamente: es mediador, consejero, guía espiritual, presencia constante. Pero, ¿quién sostiene al que sostiene? ¿Dónde y con quién puede el sacerdote hablar de su angustia, de sus dudas, de su cansancio? ¿A quién le cuenta que está triste, que se siente desconectado de su oración, o que tiene miedo de no poder más?

Desde la psicología de la religión, y en particular desde una mirada junguiana, podemos pensar que el sacerdote encarna de manera patente ciertos motivos universales: el del sabio, el del guía espiritual, incluso el del padre colectivo. Pero cuanto más tiende a identificarse con esas figuras, más se puede alejar del contacto con su propio mundo interior, con su sombra, con su necesidad legítima de ser cuidado.

Jung hablaba de "inflación arquetipal" cuando alguien se identifica tanto con una figura simbólica que termina perdiendo el contacto con su humanidad real y simple. En el caso del sacerdote, esto puede provocar una autoexigencia inhumana: sentir que tiene que estar siempre fuerte, sin permiso para aflojar. Cuando eso se combina con una estructura eclesial que no facilita demasiado mostrar la propia vulnerabilidad —y que muchas veces prioriza la funcionalidad pastoral por encima del cuidado integral—, el resultado puede ser una soledad psicológica profunda, aunque esté rodeado de gente.

Soledad y desierto: dos caras de una experiencia

La espiritualidad cristiana valora el desierto como espacio de encuentro con Dios. Jesús mismo se retiraba a orar, en soledad. Pero hay una diferencia entre la soledad habitada y la soledad que aísla. Entre el silencio fecundo y el mutismo interior donde ya no se escucha ni a Dios.

Muchos sacerdotes, sobre todo en la ciudad o en parroquias donde están solos, viven en una tensión constante: dar sin recibir, hablar sin ser escuchados, estar disponibles sin tener un espacio propio para desahogarse o para simplemente ser. A eso se suman, a veces, las expectativas idealizadas de los laicos, o la desconfianza de algunos superiores. Y más profundamente, una autoimagen heroica que impide pedir ayuda sin culpa.

Me tocó acompañar a sacerdotes que nunca habían dicho en voz alta lo que llevaban dentro desde hace años. Recuerdo especialmente a uno, que una vez me dijo en sesión: “No me falta fe. Me falta alguien con quien tomar un mate sin tener que estar siempre dando respuestas”. Creo que esa frase dice mucho.

Una soledad que puede sanar… o romper

La soledad no es enemiga del sacerdote. Por el contrario, puede ser espacio de oración profunda, de creatividad pastoral, y de maduración interior. Pero para que eso sea posible, necesita estar integrada, acompañada. Cuando se la niega o se la llena de actividad para no sentirla, entonces puede volverse trampa. Y cuando se la intenta “santificar” sin mirar lo que duele por dentro, puede llevar al desgaste, al cierre afectivo… o a ese vacío donde ya no se ve salida.

Algunos estudios puntuales en diócesis del mundo occidental muestran que un 20% de los sacerdotes tienen problemas con el alcohol y un 8% sufren de otras adicciones. Un porcentaje bastante mayor al de la población general. Por otro lado, el síndrome del burnout también afecta al clero, y hay estudios que miden su incidencia elevada o grave en un 9% de los mismos.

Desde una perspectiva clínica y religiosa, sería muy importante:

Profundizar la dimensión psicológica y afectiva en la formación sacerdotal.

Fomentar redes reales de amistad y fraternidad entre pares.

Ofrecer espacios de acompañamiento donde el sacerdote pueda hablar no solo de su misión, sino de su mundo interior.

Recordar que el Evangelio no exige héroes, sino discípulos: hombres reales, con debilidades y gracias entrelazadas.

Y también, como comunidad laical, no esperar siempre respuestas. A veces basta con animarse a hacer una pregunta que abrace.

Una palabra final

La muerte del padre Balzano no es un caso aislado, tampoco es un hecho incomprensible. Aunque las cifras son dispersas, algunos datos inquietan: en Brasil, 17 sacerdotes se quitaron la vida en 2018, y otros 10 en 2021; en Francia, se registraron al menos siete suicidios entre miembros del clero en los últimos cuatro años, según un estudio citado por La Civiltà Cattolica (*). Puede ser que en proporción sean pocos, pero cada uno encierra una historia silenciosa que merece ser escuchada. Más que estadísticas, son llamados de atención a los que habría que prestarle mucha atención. 

Este caso no es solo una tragedia personal, por el contrario, interpela a la Iglesia entera: ¿quién cuida a los que cuidan? ¿Quién escucha, sin juzgar, al que anuncia la Palabra?

Porque incluso el que celebra la misa cada día, necesita que alguien, alguna vez, lo mire a los ojos y le pregunte sin apuro: “¿Cómo estás… de verdad?”

Desde la psicología de la religión, esto nos hace repensar la forma en que concebimos el vínculo entre vocación y humanidad. El sacerdote no deja de ser hombre por estar consagrado, ni deja de necesitar ayuda por llevar cuello romano. El problema aparece cuando el rol se come a la persona, cuando ya no hay lugar para decir lo que duele o lo que cuesta.

Tal vez la tarea sea redescubrir que el camino espiritual no exige negar la fragilidad, sino integrarla como parte del misterio de ser humanos frente a Dios.

Y esa luz no se alcanza con certezas ni máscaras, sino con presencia, escucha y comunidad real. Una Iglesia que abrace no solo el ministerio, sino también la vida concreta de quienes lo encarnan.


Juan Manuel Otero Barrigón


Fotografía: https://www.pexels.com/es-es/@cottonbro/

(*) Antonio Spadaro, Soledad y malestar del sacerdote, La Civiltà Cattolica (ed. española), 23 de junio de 2023. Disponible online: https://www.laciviltacattolica.es/2023/06/23/soledad-y-malestar-del-sacerdote/

Lecturas recomendadas

Correa Lira, J. L. (2021). Mi corazón está firme: Afectividad y sexualidad sacerdotal [Libro electrónico]. Nueva Patris.
Garrido, J. (2014). Soledad habitada (2ª ed., reimp. 6). Editorial Verbo Divino.
Satz, M. (2023). Breve tratado de la soledad. Editorial Kairós.


miércoles, 5 de febrero de 2025

Oración de la Vida Oculta


Señor, libérame del ruido de la vanidad

de la sombra que hincha sin colmar,

y enséñame el gozo de lo oculto,

donde la semilla crece sin alarde.


Dame el coraje de hacer fructificar lo que me diste,

sin envidiar ni despreciar los dones ajenos,

y la gracia de encontrar en el otro

no un espejo de mi orgullo,

sino un rosto que me despierte al amor.

Amén.


Juan Manuel Otero Barrigón 

miércoles, 24 de julio de 2024

Mística no es quietismo ni espiritualismo

 

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"Nada es profano aquí abajo para quien sabe ver"
 (P. TEILHARD DE CHARDIN, El Medio Divino, Taurus, Madrid 1967, p. 55)
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Con la palabra «mística» se ha referido a una experiencia profunda y directa de lo divino. Un encuentro íntimo que trasciende las barreras del intelecto y las limitaciones del lenguaje. Este tipo de experiencia no se limita a una pasividad contemplativa o a una simple elevación espiritual, sino que implica una transformación integral del ser. La mística no es un retiro de la vida, sino una inmersión total en la realidad última que infunde cada aspecto de la existencia con un sentido renovado de significado y propósito.

Mística no es quietismo ni espiritualismo. 

El quietismo, en su sentido clásico, es una doctrina que aboga por la pasividad total del alma, sugiriendo que el camino hacia la unión con lo divino implica la completa inacción y la anulación de los esfuerzos humanos. En contraposición, la mística auténtica no es un mero estado de pasividad. Aunque puede incluir momentos de profunda quietud y contemplación, la mística es activa y dinámica. Los grandes místicos, como Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, hablan de un amor ardiente y una pasión que impulsa a la acción. La experiencia mística lleva a una mayor implicación en la vida, a un compromiso profundo con el mundo, y a una transformación que se traduce en acciones concretas de amor, compasión y servicio. 

La mística no es quietismo porque no busca la inacción o la retirada del mundo, sino  la participación plena y consciente en la vida cotidiana, encontrando lo sagrado en cada acto. En este compromiso activo con la realidad, el buscador se convierte en co-creador del sentido y del amor en el mundo. 

Tampoco la mística es espiritualismo, porque no se conforma con ideas abstractas y etéreas desconectadas de la vida concreta y tangible. La mística integra lo espiritual y lo material, reconociendo que la dimensión sagrada se trasluce en las experiencias diarias y en la materia misma. Hay una vivencia integral que une el cielo y la tierra, el espíritu y el cuerpo, en un todo indivisible y significativo.

En el contexto propiamente cristiano, no sólo se trata de encontrarse con Dios y ser consciente de ese encuentro, sino de colocar al Dios de Jesús en el centro mismo del corazón. Tal como sugiere el jesuita Benjamín González Buelta, este descentramiento personal del yo cambia la visión de la realidad y , por ende, la manera de situarse en la misma. La mirada de Dios sobre la realidad empieza a ser también la propia. El místico cristiano puede moverse por el mundo desde la inspiración que le llega de  manera continua desde el fondo de su hondura habitada por Dios, que lo impulsa a vivir la perfección del amor en todo lo que hace. Al mismo tiempo, en la medida en que empieza a comprometerse por el reino de Dios al estilo de Jesús, se encuentra en la acción con la misma experiencia del Dios que alimenta su intimidad. Necesita, por tanto, tener los «ojos bien abiertos» para hacer la experiencia de contemplar la cotidianeidad más espesa atravesada por la Luz que hace transparente el barro (2 Co 4,6).

Fue el teólogo alemán Johann-Baptist Metz quien habló de la importancia de una «mística de ojos abiertos». Cito sus palabras textuales: "La experiencia de Dios inspirada bíblicamente no es una mística de ojos cerrados, sino una mística de ojos abiertos; no es una percepción relacionada únicamente con uno mismo, sino una percepción intensificada del sufrimiento ajeno" (El clamor de la tierra: el problema dramático de la teodicea. Verbo Divino, Estella, 1996. p.26).

El «místico de ojos cerrados», sugiere González Buelta, vive con inusual hondura y consciencia el viaje sin fin del encuentro con Dios que cada ser humano comienza desde el primer día de su  existencia. Con estas bellas palabras lo dibuja en su obra "Ver o perecer" (Ed. Sal Terrae, Santander, 2006):  «Salir de sus manos y entrar en el espacio y el tiempo de nuestro mundo no fue una despedida, sino el comienzo de un encuentro que ya no tiene orillas». Esta mística de ojos cerrados está muy bien expresada, en sus distintas etapas de desarrollo, por grandes maestros de la vida espiritual como santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz.  Por su parte, el «místico de ojos abiertos» abre bien los ojos para percibir toda la realidad, porque sabe que la última dimensión de todo lo real está habitada por Dios. Se relaciona con el mundo dándose cuenta de las señales de  Dios, que llena todo lo creado con su acción permanente, con su fascinante creatividad sin fin. «La pasión de su vida  es mirar, y no se cansa de contemplar la vida, porque busca en ella el rostro de Dios. Se sumerge en las situaciones  humanas, desgarradas o felices, buscando esa presencia de Dios que actúa dando vida y libertad. La escolástica afirma que la mística es «Fides occulata», una fe con ojos, una fe iluminada, porque puede ver la realidad en la luz de Dios» (cf. Raimon PANIKKAR, De la Mística. Experiencia plena de la vida, Herder, Barcelona 2005, p.53).

Podríamos sintetizar parte de lo dicho, diciendo que el «místico de ojos abiertos» busca la novedad de Dios surgiendo por el centro mismo de la propia cotidianeidad. Este anclaje transforma cada acto y cada momento en una oportunidad de conexión profunda con el misterio de la existencia, integrando lo espiritual con lo mundano. La «mística de ojos abiertos»  es así, una mística encarnada, donde la práctica espiritual implica un compromiso activo y consciente con la realidad. Esta forma de situarse nos enseña a estar presentes y atentos, a ver más allá de las apariencias y a encontrar la belleza y la sacralidad en las distintas situaciones de la vida.

Algo sumamente importante en el planteo de González Buelta, es su continuo énfasis en la necesidad de no confundir la mística con actitudes y conductas que, en el fondo, responden a necesidades subjetivas de la propia persona. De este modo lo refleja en "Ver o perecer" (p. 129): «Sin implicarnos en la comunión con las personas, en especial con las que más intensamente sufren el despojo y la injusticia de este mundo, y sin el compromiso por la transformación de nuestra realidad, nuestra experiencia de la trascendencia puede ser un juego de sentimientos vacíos en una sala de espejos. Juan Martín Velasco expresa con claridad este peligro: «Para evitar los peligros que lleva consigo la dimensión mística, el cristiano tiene que integrar en ella la dimensión ético-política que le es consustancial»  (Ser Cristiano en una Sociedad Posmoderna, PPC, Madrid 1997. p. 112).

Nuestro autor concluye diciendo (p. 148): «El místico de ojos abiertos en seguimiento del Jesús pobre y humilde del evangelio asume el dolor del mundo y lo atraviesa por su mismo centro, sin esquivarlo y sin desintegrarse. Este es el milagro del amor, que es más fuerte que la muerte y que puede avanzar en medio de la noche con un alba presentida en las entrañas como certeza última. Con todos los que experimentan ese gusto anticipado de resurrección, ya puede ir componiendo «un cántico nuevo» (Ap 14,3) al sentir que el Señor hace nuevas todas las cosas en las mismas cavernas de la muerte, dentro de las lápidas que cierran la vida de las personas y de los pueblos como sepulcros lacrados con los sellos de los poderosos de este mundo (Mt 27,66)»

Para terminar, sólo quisiera agregar que me gusta pensar en el «místico de ojos abiertos» como alguien que, al igual que un jardinero en un desierto, cultiva la esperanza y la vida donde otros solamente ven muerte y esterilidad. La verdadera mística, entonces, no es un refugio del dolor del mundo, sino una fuerza que lo atraviesa y lo transfigura, encontrando en el amor y la compasión las herramientas para sanar y redimir. Con los ojos bien abiertos y el corazón lleno de presencia divina, el místico camina por la vida como un artista en su taller, dando forma a la arcilla de lo cotidiano con manos llenas de propósito y gracia. De esta forma, en cada gesto y cada palabra, en cada mirada y cada silencio, va componiendo una nueva melodía, un himno de resurrección que resuena en el alma de aquellos que aún buscan, en medio de la noche, la promesa de un  amanecer eterno.

Juan Manuel Otero Barrigón


 

domingo, 23 de junio de 2024

La mundanidad espiritual y sus distintos rostros

(Imagen: Adarsh Kummur) Un viejo adagio latino reza: "Corruptio optimi pessima", la corrupción de lo mejor es lo peor. Esta sentencia encapsula la idea de que cuando algo (o alguien) intrínsecamente bueno, noble o virtuoso se corrompe, el resultado suele ser especialmente destructivo.

En la vida contemporánea, a menudo, lo espiritual puede reducirse a dimensiones banales cuando se distorsiona o se manipula. La degradación de lo espiritual a un nivel de trivialidad o materialismo es un riesgo asociado al problema de la mundanidad espiritual.

La mundanidad espiritual puede manifestarse de distintas maneras. Una de las más frecuentes, conocida por todos, se refleja en el anquilosamiento de las instituciones religiosas o espirituales, que muchas veces se centran más en el poder, la riqueza y la influencia que en la verdadera vocación de ser fuentes de irradiación de lo sagrado. En lugar de ser vías de expresión de lo trascendente, pueden tornarse espacios limitados al horizonte de su propia supervivencia material y beneficio, alejándose de sus raíces profundas.

Otra situación muy común, aunque a nivel individual, se trasluce en aquellas personas que, al decir de los viejos tratados morales, hacen "profesión de vida perfecta". Es decir, personas que públicamente adoptan una imagen de virtud y pureza impecables, escondiendo tras esa fachada debilidades, conflictos internos, y, en algunos casos, hipocresía pura y dura. El resultado suele ser una vida inauténtica, ya que todo camino espiritual recorrido genuinamente implica una honesta auto-observación y disposición a reconocerse vulnerables, lo cual, paradójicamente, tiende a fortalecer la integridad moral y la conexión con los demás.

Una tercera forma de mundanidad espiritual se traduce contemporáneamente en el acercamiento superficial a las prácticas espirituales, sin un verdadero compromiso interior. En las sociedades posmodernas, a veces vemos cómo la espiritualidad se limita a una moda o tendencia de consumo, un producto más del mercado, orientado a la cultura del "wellness". En estos casos, la meditación, el yoga o los mismos rituales religiosos se practican sin una comprensión cabal de su simbolismo inherente o sin una intención genuina de transformación interior. En definitiva, una espiritualidad de maquillaje. Dicha banalización de lo espiritual reduce prácticas riquísimas a simples actividades de bienestar, perdiendo por el camino su esencia y su capacidad de inspirar un movimiento verdadero.

Pero la mundanidad espiritual también puede camuflarse en discursos mucho más sutiles, disfrazada en actitudes que pretenden simular la superación del barro de la vida cotidiana . Ocurre, por caso, cuando con la excusa de llevar una vida espiritual huimos de la realidad en lugar de enfrentarla y accionar en pos de su transformación. Esta tentación es muy recurrente, sobre todo considerando las complejidades de la vida social, cultural y política que hoy a todos nos atraviesan, y que por momentos pueden resultarnos agobiantes. No obstante, cuando buscamos en la espiritualidad una manera de evitar el dolor, el conflicto, o la responsabilidad, nos alejamos de la posibilidad de la exploración profunda y de contribuir de manera activa a la mejora del mundo, siendo que no hay camino espiritual fuera del reconocimiento de nuestra interdependencia con todos los seres.

Juan Manuel Otero Barrigón

sábado, 8 de junio de 2024

Psicología Analítica, Espiritualidad Ignaciana y trabajo con las imágenes

 (Imagen: Nico Bau) // Un punto de encuentro valioso entre la psicología analítica y la espiritualidad ignaciana se halla en la importancia que se le otorga al trabajo con las imágenes. Ambos caminos resaltan el valor de la imaginación como portal de entrada a la interioridad, donde las imágenes cobran vida propia. Las imágenes son como fulgores de luz en la penumbra, que revelan verdades que la mente no alcanza a expresar con palabras. En este espacio creativo de contemplación y silencio, las imágenes nos hablan en el lenguaje universal de los símbolos, trascendiendo las limitaciones de la razón.

La imagen es un reflejo de nuestra historia personal y colectiva. Su valor radica en su capacidad para evocar emociones, despertar recuerdos y desencadenar procesos de transformación interior. Son portadoras de significados simbólicos que pueden revelar verdades ocultas y guiar nuestro caminar hacia mayores niveles de comprensión y sabiduría. Al contemplarlas, nos encontramos con aspectos propios que han estado ocultos, ayudándonos a sanar y crecer. En este sentido, el trabajo con imágenes constituye un acto de revelación, donde el alma puede ir desplegándose en su hondura.

En la psicología analítica, las imágenes se usan como herramientas para explorar el inconsciente y comprender mejor los procesos internos de la psique. Las imágenes brotan en sueños, fantasías o visualizaciones, revelando recovecos profundos que estimulan el proceso de individuación, debido a su carácter numinoso. La imagen opera como un símbolo que muchas veces nos permite abrimos a la experiencia de lo sagrado. 

Por su parte, en la espiritualidad ignaciana la imaginación es sensiblemente dinamizadora, ya que a través de ella el ejercitante puede visualizar escenas bíblicas y ponerse en la presencia de Dios. Esta capacidad de imaginar no solo nos ayuda a integrar mejor las verdades espirituales, sino que también nos permite experimentarlas de manera más vívida y personal, o en lenguaje ignaciano, saborearlas. En los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, el uso de la imaginación se destaca en la Segunda y Tercera Semana. En estas etapas, se invita al ejercitante a imaginar y contemplar los acontecimientos de la vida de Jesús, desde su encarnación y vida pública hasta su Pasión y muerte. La imaginación permite visualizar y experimentar de manera más expresiva los misterios de la fe, lo que ayuda a profundizar en la relación personal del ejercitante con Dios. Siendo un ejercicio espiritual en sí misma, la imaginación facilita el diálogo con Él de una manera íntima y creativa.

Las imágenes son la herramienta con la que moldeamos el barro de la realidad, creando (o recreando) mundos, y abriendo posibilidades casi infinitas. Su poder vive en su capacidad de comunicar de manera resonante y directa. En el trabajo con imágenes, encontramos el puente entre lo visible y lo invisible, entre lo concreto y lo abstracto, entre lo material y lo espiritual. A través del trabajo con ellas podemos abrazar la riqueza de la experiencia humana en dimensiones más profundas de plenitud y misterio.

Juan Manuel Otero Barrigón