
A. había nacido y crecido dentro de los Testigos de Jehová. Su vida había estado muy marcada por esa pertenencia: desde sus amistades hasta sus lecturas, desde sus ideas sobre el amor hasta su comprensión del tiempo y del fin del mundo. Porque en este grupo, la fe no es un asunto privado ni flexible. Se vive como un todo cerrado, que abarca desde lo más íntimo hasta lo más cotidiano, con normas claras y consecuencias explícitas si se las desobedece.
La espiritualidad como frontera
El punto no era solo doctrinal, aunque también había eso. En el último tiempo, A. se había estado preguntando cosas que ya no encontraba lugar para formular. La doctrina del “remanente ungido”, el rechazo a muchas fiestas cotidianas para la mayoría de las personas, la insistencia en que sólo la organización tiene la verdad... Todo eso, que en un momento había sido un marco de seguridad, ahora empezaba a sentirse como una jaula.
Pero lo más difícil no eran las ideas, sino el entramado emocional. En el grupo, la duda no está bien vista. Preguntar puede ser leído como rebeldía. Y alejarse suele significar no sólo dejar una fe, sino perder una familia. No por decisión propia, sino por una práctica común en el grupo: el aislamiento o “shunning”, como algunos especialistas lo llaman.
Desde afuera, esto resulta excesivo. Pero desde adentro, es vivido con una mezcla de culpa, miedo y lealtad. Y ese es uno de los mecanismos más dolorosos: cuando se logra que el propio corazón vigile o silencie a la conciencia.
El sueño y la puerta
Una vez trajo un sueño. Estaba en un salón grande, como uno de los salones del Reino donde los Testigos se reúnen. Todos cantaban. Pero él veía una puerta entreabierta por donde
se filtraba una luz dorada. Dudaba. Nadie más parecía verla. Al final, se
acercaba, pero no llegaba a cruzar.
No era necesario interpretarlo demasiado. Lo importante era
que el alma le mostraba algo. Que esa puerta existía. Que salirse no era
necesariamente traicionar a Dios, sino empezar a caminar con Él de otra manera.
En los grupos con estructuras rígidas, la confusión entre
Dios y la organización puede ser tan fuerte que toda disidencia se vive como
apostasía. Pero, como señala la teología mística, Dios no se agota en ninguna
forma, por sagrada que sea. Hay algo de su misterio que siempre desborda. Y
cuando la institución deja de hospedar ese misterio, el alma se empieza a inquietar. Me gusta mucho como lo piensa Javier Melloni, al decir que las
religiones son, en el mejor de los casos, transmisoras de una plenitud que les ha
sido dada; pero que cuando dicha transmisión se transforma en la pretensión de ser
poseedores de una totalidad, las cosas empiezan a torcerse.
El dolor del exilio
Decidir alejarse fue un proceso lento. Un camino con
pausas, con retrocesos, con momentos de mucha tristeza. A. perdió vínculos. Sintió miedo. En
algún momento dudó si no estaba cayendo en la “trampa de Satanás”, como tantas
veces le habían advertido.
Pero también comenzó a ganar algo: un espacio interior más
libre, un modo más compasivo de hablar con Dios, una capacidad de pensar sin
temor al castigo. Lo más difícil, quizás, fue descubrir que se puede seguir
siendo espiritual aún cuando uno se aleje de una estructura que se dice
representante exclusiva de la verdad.
Hoy, A. no reniega de todo su pasado. Reconoce aspectos
valiosos: una actitud ética, cierta disciplina, incluso algunos vínculos
auténticos. Pero también ve con claridad cómo el miedo, el control y la
manipulación se pueden camuflar bajo discursos religiosos.
Una espiritualidad que bendice la búsqueda
Para quienes acompañamos estos procesos, la tarea es delicada. Hay que sostener el dolor sin minimizarlo. No apurar el paso. No reemplazar un dogma por otro. Solo estar, con atención y cuidado, mientras el alma misma va diciendo por dónde.
Jesús no solo habló del buen pastor: también fue el buen pastor. Fue él que salía a buscar a la oveja perdida, no para devolverla sin más al rebaño, sino para cargarla con ternura sobre sus hombros. Y a veces, acompañar a alguien que deja un grupo cerrado es simplemente eso: sostenerlo mientras se atreve a escuchar otra voz, más viva y más honda.