miércoles, 24 de julio de 2024

Mística no es quietismo ni espiritualismo

 

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"Nada es profano aquí abajo para quien sabe ver"
 (P. TEILHARD DE CHARDIN, El Medio Divino, Taurus, Madrid 1967, p. 55)
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Con la palabra «mística» se ha referido a una experiencia profunda y directa de lo divino. Un encuentro íntimo que trasciende las barreras del intelecto y las limitaciones del lenguaje. Este tipo de experiencia no se limita a una pasividad contemplativa o a una simple elevación espiritual, sino que implica una transformación integral del ser. La mística no es un retiro de la vida, sino una inmersión total en la realidad última que infunde cada aspecto de la existencia con un sentido renovado de significado y propósito.

Mística no es quietismo ni espiritualismo. 

El quietismo, en su sentido clásico, es una doctrina que aboga por la pasividad total del alma, sugiriendo que el camino hacia la unión con lo divino implica la completa inacción y la anulación de los esfuerzos humanos. En contraposición, la mística auténtica no es un mero estado de pasividad. Aunque puede incluir momentos de profunda quietud y contemplación, la mística es activa y dinámica. Los grandes místicos, como Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, hablan de un amor ardiente y una pasión que impulsa a la acción. La experiencia mística lleva a una mayor implicación en la vida, a un compromiso profundo con el mundo, y a una transformación que se traduce en acciones concretas de amor, compasión y servicio. 

La mística no es quietismo porque no busca la inacción o la retirada del mundo, sino  la participación plena y consciente en la vida cotidiana, encontrando lo sagrado en cada acto. En este compromiso activo con la realidad, el buscador se convierte en co-creador del sentido y del amor en el mundo. 

Tampoco la mística es espiritualismo, porque no se conforma con ideas abstractas y etéreas desconectadas de la vida concreta y tangible. La mística integra lo espiritual y lo material, reconociendo que la dimensión sagrada se trasluce en las experiencias diarias y en la materia misma. Hay una vivencia integral que une el cielo y la tierra, el espíritu y el cuerpo, en un todo indivisible y significativo.

En el contexto propiamente cristiano, no sólo se trata de encontrarse con Dios y ser consciente de ese encuentro, sino de colocar al Dios de Jesús en el centro mismo del corazón. Tal como sugiere el jesuita Benjamín González Buelta, este descentramiento personal del yo cambia la visión de la realidad y , por ende, la manera de situarse en la misma. La mirada de Dios sobre la realidad empieza a ser también la propia. El místico cristiano puede moverse por el mundo desde la inspiración que le llega de  manera continua desde el fondo de su hondura habitada por Dios, que lo impulsa a vivir la perfección del amor en todo lo que hace. Al mismo tiempo, en la medida en que empieza a comprometerse por el reino de Dios al estilo de Jesús, se encuentra en la acción con la misma experiencia del Dios que alimenta su intimidad. Necesita, por tanto, tener los «ojos bien abiertos» para hacer la experiencia de contemplar la cotidianeidad más espesa atravesada por la Luz que hace transparente el barro (2 Co 4,6).

Fue el teólogo alemán Johann-Baptist Metz quien habló de la importancia de una «mística de ojos abiertos». Cito sus palabras textuales: "La experiencia de Dios inspirada bíblicamente no es una mística de ojos cerrados, sino una mística de ojos abiertos; no es una percepción relacionada únicamente con uno mismo, sino una percepción intensificada del sufrimiento ajeno" (El clamor de la tierra: el problema dramático de la teodicea. Verbo Divino, Estella, 1996. p.26).

El «místico de ojos cerrados», sugiere González Buelta, vive con inusual hondura y consciencia el viaje sin fin del encuentro con Dios que cada ser humano comienza desde el primer día de su  existencia. Con estas bellas palabras lo dibuja en su obra "Ver o perecer" (Ed. Sal Terrae, Santander, 2006):  «Salir de sus manos y entrar en el espacio y el tiempo de nuestro mundo no fue una despedida, sino el comienzo de un encuentro que ya no tiene orillas». Esta mística de ojos cerrados está muy bien expresada, en sus distintas etapas de desarrollo, por grandes maestros de la vida espiritual como santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz.  Por su parte, el «místico de ojos abiertos» abre bien los ojos para percibir toda la realidad, porque sabe que la última dimensión de todo lo real está habitada por Dios. Se relaciona con el mundo dándose cuenta de las señales de  Dios, que llena todo lo creado con su acción permanente, con su fascinante creatividad sin fin. «La pasión de su vida  es mirar, y no se cansa de contemplar la vida, porque busca en ella el rostro de Dios. Se sumerge en las situaciones  humanas, desgarradas o felices, buscando esa presencia de Dios que actúa dando vida y libertad. La escolástica afirma que la mística es «Fides occulata», una fe con ojos, una fe iluminada, porque puede ver la realidad en la luz de Dios» (cf. Raimon PANIKKAR, De la Mística. Experiencia plena de la vida, Herder, Barcelona 2005, p.53).

Podríamos sintetizar parte de lo dicho, diciendo que el «místico de ojos abiertos» busca la novedad de Dios surgiendo por el centro mismo de la propia cotidianeidad. Este anclaje transforma cada acto y cada momento en una oportunidad de conexión profunda con el misterio de la existencia, integrando lo espiritual con lo mundano. La «mística de ojos abiertos»  es así, una mística encarnada, donde la práctica espiritual implica un compromiso activo y consciente con la realidad. Esta forma de situarse nos enseña a estar presentes y atentos, a ver más allá de las apariencias y a encontrar la belleza y la sacralidad en las distintas situaciones de la vida.

Algo sumamente importante en el planteo de González Buelta, es su continuo énfasis en la necesidad de no confundir la mística con actitudes y conductas que, en el fondo, responden a necesidades subjetivas de la propia persona. De este modo lo refleja en "Ver o perecer" (p. 129): «Sin implicarnos en la comunión con las personas, en especial con las que más intensamente sufren el despojo y la injusticia de este mundo, y sin el compromiso por la transformación de nuestra realidad, nuestra experiencia de la trascendencia puede ser un juego de sentimientos vacíos en una sala de espejos. Juan Martín Velasco expresa con claridad este peligro: «Para evitar los peligros que lleva consigo la dimensión mística, el cristiano tiene que integrar en ella la dimensión ético-política que le es consustancial»  (Ser Cristiano en una Sociedad Posmoderna, PPC, Madrid 1997. p. 112).

Nuestro autor concluye diciendo (p. 148): «El místico de ojos abiertos en seguimiento del Jesús pobre y humilde del evangelio asume el dolor del mundo y lo atraviesa por su mismo centro, sin esquivarlo y sin desintegrarse. Este es el milagro del amor, que es más fuerte que la muerte y que puede avanzar en medio de la noche con un alba presentida en las entrañas como certeza última. Con todos los que experimentan ese gusto anticipado de resurrección, ya puede ir componiendo «un cántico nuevo» (Ap 14,3) al sentir que el Señor hace nuevas todas las cosas en las mismas cavernas de la muerte, dentro de las lápidas que cierran la vida de las personas y de los pueblos como sepulcros lacrados con los sellos de los poderosos de este mundo (Mt 27,66)»

Para terminar, sólo quisiera agregar que me gusta pensar en el «místico de ojos abiertos» como alguien que, al igual que un jardinero en un desierto, cultiva la esperanza y la vida donde otros solamente ven muerte y esterilidad. La verdadera mística, entonces, no es un refugio del dolor del mundo, sino una fuerza que lo atraviesa y lo transfigura, encontrando en el amor y la compasión las herramientas para sanar y redimir. Con los ojos bien abiertos y el corazón lleno de presencia divina, el místico camina por la vida como un artista en su taller, dando forma a la arcilla de lo cotidiano con manos llenas de propósito y gracia. De esta forma, en cada gesto y cada palabra, en cada mirada y cada silencio, va componiendo una nueva melodía, un himno de resurrección que resuena en el alma de aquellos que aún buscan, en medio de la noche, la promesa de un  amanecer eterno.

Juan Manuel Otero Barrigón


 

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