miércoles, 5 de noviembre de 2025

La vocación religiosa como defensa

 A veces, cuando acompaño psicológicamente a sacerdotes y religiosos, aparece una sensación difícil de nombrar. No es falta de fe. No es una crisis de sentido del todo. Es algo más delicado, más hondo: la impresión de que, en el origen de algunas vocaciones, hay heridas que nunca fueron puestas en palabras. Y que la elección de una vida religiosa, aunque sincera, pudo haber operado también como una manera de no mirar ciertos dolores. De protegerse.

A esta forma particular de configuración del llamado me permito denominarla "vocación defensiva". No en el sentido de ser falsa o mentirosa, sino como una estructura que se arma para sostener al yo cuando la vida, en sus primeros tramos, no ofreció suficiente contención o simbolización. La religión, entonces, aparece como un orden, un refugio, una promesa de sentido. Y eso no está mal. Pero puede volverse problemático cuando, pasados los años, ese andamiaje sigue operando más como defensa que como impulso vital.

Muchos religiosos fueron niños buenos, adaptados, cumplidores. Muchos aprendieron temprano a hacerse cargo, a cuidar, a callar. No es raro que el ideal de entrega aparezca muy pronto como una vía natural. Pero a veces, esa entrega está sostenida por una renuncia silenciosa a los propios deseos. O por un temor inconsciente a la vida afectiva, al cuerpo, a la libertad.

La vocación religiosa puede alojar tanto un llamado profundo como una estrategia inconsciente para evitar el dolor. Puede ser, a la vez, un gesto del alma y un mecanismo de defensa. Esto no invalida la vocación, pero nos invita a mirarla desde otro lugar: no solo como una elección, sino también como una historia.

Hay quienes ingresan al seminario buscando a Dios, pero también buscando al padre bueno que no tuvieron. Hay quienes eligen el celibato con devoción, pero también con miedo al deseo. Hay quienes se entregan al servicio con generosidad, pero sin haber podido explorar sus propios límites o necesidades. Y en todos estos casos, la vocación puede mantenerse durante años, incluso con frutos. Pero llega un momento en que la estructura comienza a romperse.

A veces, ese momento llega como cansancio. Otras veces, como un dolor difuso, una desmotivación que no se explica. A veces, como una atracción inesperada. O como una crisis. Y allí aparece la pregunta: ¿Por qué estoy acá? ¿Qué me trajo realmente hasta este lugar? ¿Fue solo Dios, o también una necesidad de refugio, de orden, de pertenencia?

El problema no es haber llegado por defensa. Todos, en algún punto, hemos necesitado defendernos. El problema es no poder mirar eso con ternura y con verdad. Cuando una vocación no se revisa, se corre el riesgo de rigidizarse, de vaciarse de sentido. Se vuelve formalismo. O se habita con una tristeza callada.

Pero cuando se la puede revisar, cuando se puede nombrar el miedo, la carencia, la necesidad que también estuvo allí en el origen, entonces algo se transforma. La vocación se limpia. Se aligera. Puede renacer desde otro lugar.

No se trata de abandonar el camino, sino de hacerlo más verdadero. Más encarnado. Más libre.

Acompañar estas preguntas no es fácil. Hay que animarse a escuchar sin juzgar. A abrir espacio para el dolor sin apurarse a resolver. A diferenciar lo que es fe viva de lo que es mecanismo de supervivencia. Pero vale la pena. Porque cuando un religioso se reencuentra con su deseo profundo, cuando puede volver a mirar su historia sin miedo, algo se enciende. Algo respira.

Y entonces, quizás por primera vez, esa cruz que cargaba no como elección sino como destino, puede volverse signo de vida. Y no escudo.

Esa es, tal vez, la verdadera Pascua vocacional.


Juan Manuel Otero Barrigón


Foto de Roger Ce https://www.pexels.com/es-es/foto/arquitectura-techo-religion-catedral-14242351/


sábado, 4 de octubre de 2025

Cuando la oración no fluye: dificultades habituales en la práctica contemplativa del método de Franz Jálics

La oración contemplativa según el método de Franz Jálics es una de las prácticas más ricas dentro del camino espiritual cristiano contemporáneo. A primera vista, parece muy simple: sentarse en silencio, en presencia de Dios, repitiendo una palabra o contemplando la respiración. Pero más temprano que tarde no demora en aparecer la experiencia más común entre quienes se animan a esta forma de oración: la dificultad.

No es raro que alguien diga, después de algunos días o semanas de práctica: “No puedo concentrarme”, “Me distraigo todo el tiempo”, “No siento nada”, o incluso “Me siento peor que antes”. Y sin embargo, estas mismas dificultades pueden ser señales de que la oración está haciendo su trabajo. Quizás no en la superficie, pero sí a un nivel más profundo. Como psicólogo y acompañante espiritual, pude reconocer en muchas de estas trabas los movimientos del alma cuando se encuentra, por fin, cara a cara consigo misma.

La expectativa de la paz inmediata

Una de las primeras trampas es esperar que la oración contemplativa nos traiga serenidad desde el minuto uno. Pero Jálics, al igual que los grandes místicos de todas las épocas, sabía que el silencio, además de refugio, también es espejo. Al cesar los estímulos externos, comienzan a aparecer los ruidos internos. Los pensamientos acelerados, las emociones que no sabíamos que teníamos, los recuerdos que creíamos superados, todo eso aparece. Y es natural.

Desde la psicología analítica de Jung diríamos que la práctica contemplativa activa el contacto con el inconsciente. Al bajar el control del yo, emergen muchas veces contenidos que estaban reprimidos, o simplemente olvidados. No porque algo ande mal, sino porque el alma —ese Self profundo— comienza a hablar.

El conflicto con el cuerpo

Otro punto difícil, sobre todo para quienes venimos de una cultura tan mental como la occidental, es habitar el cuerpo. El método de Jálics insiste con razón en la postura: espalda erguida, pies apoyados, respiración consciente. Pero no es fácil. El cuerpo está tenso, duele, se impacienta. Y muchas veces también, es un lugar de memorias.

Recuerdo una vez en que, al comenzar el ejercicio, me invadió una incomodidad y una irritación sin causa aparente. Me molestaba el ruido del entorno, el peso del cuerpo, incluso la palabra que había elegido. Durante varios minutos luché internamente, queriendo “superar” ese estado. Hasta que, casi sin darme cuenta, algo cambió: dejé de resistirme. Simplemente me quedé ahí, con mi mal humor, pero presente. Y en esa rendición silenciosa, se hizo un espacio nuevo. No vino ninguna imagen ni consuelo, pero sí una paz extraña: la de poder estar con lo que hay. Ese día comprendí que la oración no siempre dulcifica, a veces sólo acompaña. Y eso también es gracia.

Desde la mirada junguiana, el cuerpo es portador de alma. Las emociones que no fueron vividas pueden anclarse en él. Por eso, la contemplación silenciosa es también un modo de permitir que lo inconsciente corporal emerja y sea visto, sostenido por la presencia amorosa de Dios.

Distracciones: el pan de cada día

Uno de los temas más recurrentes es la lucha contra las distracciones. Jálics insistía en no pelear contra ellas. No se trata de echarlas a patadas, sino de volver una y otra vez, con suavidad, a la palabra o a la atención corporal. Es un ejercicio de paciencia, no de perfección.

En la psicología profunda esto tiene una resonancia interesante: el yo quiere controlar, quiere que “salga bien”, y se desespera cuando no puede. Pero la oración no es un logro del yo. Es un dejarse hacer. Las distracciones, en ese sentido, también pueden ser un entrenamiento en humildad, en soltar la necesidad de eficacia y dejarse llevar por una corriente más honda.

Hay días en que uno no puede sostener la práctica. Y eso también es parte. A veces, lo más contemplativo que podemos hacer es aceptar que hoy no hay silencio, que hay cansancio o confusión, y simplemente presentarse igual. Como decía una de mis queridas acompañantes de Ejercicios: “El alma ora incluso cuando la mente no puede”.

El silencio como amenaza

Otra dificultad más profunda aparece con el tiempo: el silencio se torna abismo. Algunas personas, al entrar en etapas más avanzadas de la práctica, comienzan a experimentar un vacío angustiante. Dios parece lejano. Todo es árido.

Jálics habla de esta etapa como una especie de noche espiritual. Ya no buscamos consuelo, ni palabras, ni imágenes. Es una purificación. Jung, por su lado, entendía estas fases como momentos en los que el ego tiene que atravesar una muerte simbólica para abrirse a una totalidad mayor. En esos períodos, el Self se revela de modos nuevos, no siempre agradables, pero necesarios.

La clave es la fidelidad. No buscar salidas rápidas. No abandonar el ejercicio porque no sentimos nada. Dios no se fue: está operando en la sombra. Como la semilla que muere en la tierra antes de germinar.

Expectativas y comparaciones

También es común que surjan comparaciones: “Los otros cuentan experiencias profundas y yo sólo tengo pensamientos sueltos”, o “Hace meses que no siento nada, ¿estaré haciendo algo mal?”.

Aquí es fundamental recordar que la oración contemplativa no es una carrera ni una competencia espiritual. No hay medallas. Cada alma tiene su camino. En mi propia experiencia, hubo semanas enteras en que solamente sentí distracción, y otras en que una frase del Evangelio resonaba como un fuego lento durante todo el día. Pero no siempre hay correlación entre lo que uno “siente” y lo que está ocurriendo a nivel profundo.

Desde la psicología analítica, entendemos que la experiencia de lo numinoso —esa cualidad sagrada que a veces irrumpe en la oración— no es algo que podamos fabricar. La práctica sólo dispone el terreno. No garantiza el encuentro, pero lo hace posible.

Resistencias del yo

Por último, hay que nombrar algo que suele pasar desapercibido: las resistencias. El yo, especialmente cuando está muy identificado con el control o con ciertas defensas narcisistas, puede boicotear la oración silenciosa. Aparecen excusas: “Hoy estoy cansado”, “Tengo otras prioridades”, o incluso malestar físico que parece impedir la práctica.

En algunos casos, estas resistencias pueden estar vinculadas a la cercanía con experiencias inconscientes difíciles: viejas heridas, temores, partes del alma no integradas. Jálics recomienda no forzar, pero sí perseverar con delicadeza. Y desde la mirada junguiana, podríamos decir que es justo ahí donde el alma empieza a pedir integración: cuando el yo se resiste, muchas veces lo hace porque se está tocando una fibra verdadera.

Una ayuda en el camino

Practicar la oración contemplativa con el método de Jálics es un camino lento, profundo y transformador. No es una técnica de relajación ni una forma de autoayuda espiritual. Es, en el fondo, una escuela de amor: hacia Dios, hacia el Misterio que habita en todo.

Las dificultades no son signos de fracaso. Son parte del proceso. Cada vez que nos sentamos, aunque sólo sea un tiempo de media hora, aunque sea con sueño, con enojo o con aburrimiento, estamos diciendo: “Aquí estoy, Señor”. Y eso basta.

Como decía un viejo maestro ignaciano: “Lo importante no es orar bien, sino orar fielmente”. Y en esa fidelidad se va tejiendo, sin que lo notemos, una transformación silenciosa. Un alma que aprende a habitarse, a confiar, y a amar en profundidad.

Si estás en este camino, no te desanimes. No estás solo. Y si alguna vez el silencio te abruma, recordá que también Cristo pasó por su huerto de Getsemaní. El silencio de Dios también puede ser parte de su forma de hablarnos. Perseverá. Dios, en su tiempo, siempre sabe hacerse oír.


Juan Manuel Otero Barrigón



Lecturas recomendadas

Jálics, Francisco (1998). Ejercicios de contemplación. Editorial San Pablo

sábado, 6 de septiembre de 2025

Salir del rebaño: clínica del exilio interior

Hay momentos en la terapia donde no se trata solamente de tomar una decisión, sino de cruzar un umbral interior. A. lo expresó con una honestidad que me conmovió: “Si me voy, siento que traiciono a Dios. Pero si me quedo, me traiciono a mí”.

A. había nacido y crecido dentro de los Testigos de Jehová. Su vida había estado muy  marcada por esa pertenencia: desde sus amistades hasta sus lecturas, desde sus ideas sobre el amor hasta su comprensión del tiempo y del fin del mundo. Porque en este grupo, la fe no es un asunto ni privado ni flexible. Se vive como un todo cerrado, que abarca desde lo más íntimo hasta lo más cotidiano, con normas claras y consecuencias explícitas si se las desobedece.

La espiritualidad como frontera

El punto no era solo doctrinal, aunque también había eso. En el último tiempo, A. se había estado preguntando cosas que ya no encontraba lugar para formular. La doctrina del “remanente ungido”, el rechazo a muchas fiestas comunes y corrientes para la mayoría de las personas, la insistencia en que sólo la organización tiene la verdad... Todo eso, que en un momento había sido un marco de seguridad, ahora empezaba a sentirse como una jaula.

Pero lo más difícil no eran las ideas, sino el entramado emocional. En el grupo, la duda no está bien vista. Preguntar puede ser leído como rebeldía. Y alejarse suele significar no sólo dejar una fe, sino perder una familia. No por decisión propia, sino por una práctica común en el grupo: el aislamiento o “shunning”, como algunos especialistas lo llaman.

Desde afuera, esto resulta excesivo. Pero desde adentro, es vivido con una mezcla de culpa, miedo y lealtad. Y ese es uno de los mecanismos más dolorosos: cuando se logra que el propio corazón vigile o silencie a la conciencia.

El alma que quiere hablar

En clave arquetipal, el alma de A. estaba empezando a hablar con otra voz. Una voz que no negaba su pasado, pero que pedía espacio, respiro, y autenticidad. En términos bíblicos, pienso en la figura de Abraham: llamado a dejar la casa de su padre, sin saber exactamente adónde ir, sólo con la promesa de un Dios que lo llama fuera del campamento.

En el consultorio, el acompañamiento no pasaba por empujarlo a irse del grupo —creo que sería un gesto violento e irresponsable—, sino por ofrecerle un lugar donde las preguntas pudieran ser habitadas sin temor. Donde pudiera distinguir qué era fidelidad a Dios y qué era miedo disfrazado de obediencia.

A veces, lo que más aliviaba a A. no era una interpretación, sino simplemente que alguien no lo corrigiera ni lo juzgara. Que pudiera decir en voz alta: “Ya no estoy seguro de que ellos tengan la única verdad.” Y que en ese momento, eso no implicase perderlo todo.

El sueño y la puerta

Una vez trajo un sueño. Estaba en un salón grande, como uno de los salones del Reino donde los Testigos se reúnen. Todos cantaban. Pero él veía una puerta entreabierta por donde se filtraba una luz dorada. Dudaba. Nadie más parecía verla. Al final, se acercaba, pero no llegaba a cruzar.

No era necesario interpretarlo demasiado. Lo importante era que el alma le mostraba algo. Que esa puerta existía. Que salirse no era necesariamente traicionar a Dios, sino empezar a caminar con Él de otra manera.

En los grupos con estructuras rígidas, la confusión entre Dios y la organización puede ser tan fuerte que toda disidencia se vive como apostasía. Pero, como señala la teología mística, Dios no se agota en ninguna forma, por sagrada que sea. Hay algo de su misterio que siempre desborda. Y cuando la institución deja de hospedar ese misterio, el alma se empieza a inquietar. Me gusta mucho como lo piensa Javier Melloni, al decir que las religiones son, en el mejor de los casos, transmisoras de una plenitud que les ha sido dada; pero que cuando dicha transmisión se transforma en la pretensión de ser poseedores de una totalidad, las cosas empiezan a torcerse.

El dolor del exilio

Decidir alejarse fue un proceso lento. Un camino con pausas, con retrocesos, con momentos de mucha tristeza. A. perdió vínculos. Sintió miedo. En algún momento dudó si no estaba cayendo en la “trampa de Satanás”, como tantas veces le habían advertido.

Pero también comenzó a ganar algo: un espacio interior más libre, un modo más compasivo de hablar con Dios, una capacidad de pensar sin temor al castigo. Lo más difícil, quizás, fue descubrir que se puede seguir siendo espiritual aún cuando uno se aleje de una estructura que se dice representante exclusiva de la verdad.

Hoy, A. no reniega de todo su pasado. Reconoce aspectos valiosos: una actitud ética, cierta disciplina, incluso algunas relaciones genuinas. Pero también ve con claridad cómo el miedo, el control y la manipulación se pueden camuflar bajo discursos religiosos.

Una espiritualidad que bendice la búsqueda

Para quienes acompañamos estos procesos, la tarea es delicada. Hay que sostener el dolor sin minimizarlo. No apurar el paso. No reemplazar un dogma por otro. Solo estar, con atención y cuidado, mientras el alma misma va diciendo por dónde.

Jesús no solo habló del buen pastor: también fue el buen pastor. Fue él que salía a buscar a la oveja perdida, no para devolverla sin más al rebaño, sino para cargarla con ternura sobre sus hombros. Y a veces, acompañar a alguien que deja un grupo cerrado es simplemente eso: sostenerlo mientras se atreve a escuchar otra voz, más viva y más honda. 


Lecturas recomendadas

Melloni, J. (2011). Hacia un tiempo de síntesis (1. ª ed.). Fragmenta Editorial.


domingo, 20 de julio de 2025

La soledad del sacerdote: entre el altar y el abismo.

Hace un par de semanas atrás nos conmovía la noticia del suicidio del padre Matteo Balzano, un sacerdote italiano de 35 años. Sin entrar en detalles ni buscar explicaciones que no tenemos, su muerte nos invita a mirar de frente una realidad sobre la que no suele hablarse lo suficiente: la soledad de los sacerdotes. 

No se trata solo de una soledad práctica —vivir lejos de la familia o de los pares—, sino también de una soledad más sutil, menos visible, que a veces toca aspectos centrales de la identidad y del vínculo con uno mismo. Una soledad que no siempre se reconoce, pero que puede hacerse presente en momentos de mucha exigencia interior… y que, con frecuencia, se vive en silencio.

A veces no se dice, pero el cuerpo lo empieza a decir solo: con insomnios, tensiones, enfermedades inexplicables.

La fragilidad negada

El sacerdote ocupa un lugar cargado simbólicamente: es mediador, consejero, guía espiritual, presencia constante. Pero, ¿quién sostiene al que sostiene? ¿Dónde y con quién puede el sacerdote hablar de su angustia, de sus dudas, de su cansancio? ¿A quién le cuenta que está triste, que se siente desconectado de su oración, o que tiene miedo de no poder más?

Desde la psicología de la religión, y en particular desde una mirada junguiana, podemos pensar que el sacerdote encarna de manera patente ciertos motivos universales: el del sabio, el del guía espiritual, incluso el del padre colectivo. Pero cuanto más tiende a identificarse con esas figuras, más se puede alejar del contacto con su propio mundo interior, con su sombra, con su necesidad legítima de ser cuidado.

Jung hablaba de "inflación arquetipal" cuando alguien se identifica tanto con una figura simbólica que termina perdiendo el contacto con su humanidad real y simple. En el caso del sacerdote, esto puede provocar una autoexigencia inhumana: sentir que tiene que estar siempre fuerte, sin permiso para aflojar. Cuando eso se combina con una estructura eclesial que no facilita demasiado mostrar la propia vulnerabilidad —y que muchas veces prioriza la funcionalidad pastoral por encima del cuidado integral—, el resultado puede ser una soledad psicológica profunda, aunque esté rodeado de gente.

Soledad y desierto: dos caras de una experiencia

La espiritualidad cristiana valora el desierto como espacio de encuentro con Dios. Jesús mismo se retiraba a orar, en soledad. Pero hay una diferencia entre la soledad habitada y la soledad que aísla. Entre el silencio fecundo y el mutismo interior donde ya no se escucha ni a Dios.

Muchos sacerdotes, sobre todo en la ciudad o en parroquias donde están solos, viven en una tensión constante: dar sin recibir, hablar sin ser escuchados, estar disponibles sin tener un espacio propio para desahogarse o para simplemente ser. A eso se suman, a veces, las expectativas idealizadas de los laicos, o la desconfianza de algunos superiores. Y más profundamente, una autoimagen heroica que impide pedir ayuda sin culpa.

Me tocó acompañar a sacerdotes que nunca habían dicho en voz alta lo que llevaban dentro desde hace años. Recuerdo especialmente a uno, que una vez me dijo en sesión: “No me falta fe. Me falta alguien con quien tomar un mate sin tener que estar siempre dando respuestas”. Creo que esa frase dice mucho.

Una soledad que puede sanar… o romper

La soledad no es enemiga del sacerdote. Por el contrario, puede ser espacio de oración profunda, de creatividad pastoral, y de maduración interior. Pero para que eso sea posible, necesita estar integrada, acompañada. Cuando se la niega o se la llena de actividad para no sentirla, entonces puede volverse trampa. Y cuando se la intenta “santificar” sin mirar lo que duele por dentro, puede llevar al desgaste, al cierre afectivo… o a ese vacío donde ya no se ve salida.

Algunos estudios puntuales en diócesis del mundo occidental muestran que un 20% de los sacerdotes tienen problemas con el alcohol y un 8% sufren de otras adicciones. Un porcentaje bastante mayor al de la población general. Por otro lado, el síndrome del burnout también afecta al clero, y hay estudios que miden su incidencia elevada o grave en un 9% de los mismos.

Desde una perspectiva clínica y religiosa, sería muy importante:

Profundizar la dimensión psicológica y afectiva en la formación sacerdotal.

Fomentar redes reales de amistad y fraternidad entre pares.

Ofrecer espacios de acompañamiento donde el sacerdote pueda hablar no solo de su misión, sino de su mundo interior.

Recordar que el Evangelio no exige héroes, sino discípulos: hombres reales, con debilidades y gracias entrelazadas.

Y también, como comunidad laical, no esperar siempre respuestas. A veces basta con animarse a hacer una pregunta que abrace.

Una palabra final

La muerte del padre Balzano no es un caso aislado, tampoco es un hecho incomprensible. Aunque las cifras son dispersas, algunos datos inquietan: en Brasil, 17 sacerdotes se quitaron la vida en 2018, y otros 10 en 2021; en Francia, se registraron al menos siete suicidios entre miembros del clero en los últimos cuatro años, según un estudio citado por La Civiltà Cattolica (*). Puede ser que en proporción sean pocos, pero cada uno encierra una historia silenciosa que merece ser escuchada. Más que estadísticas, son llamados de atención a los que habría que prestarle mucha atención. 

Este caso no es solo una tragedia personal, por el contrario, interpela a la Iglesia entera: ¿quién cuida a los que cuidan? ¿Quién escucha, sin juzgar, al que anuncia la Palabra?

Porque incluso el que celebra la misa cada día, necesita que alguien, alguna vez, lo mire a los ojos y le pregunte sin apuro: “¿Cómo estás… de verdad?”

Desde la psicología de la religión, esto nos hace repensar la forma en que concebimos el vínculo entre vocación y humanidad. El sacerdote no deja de ser hombre por estar consagrado, ni deja de necesitar ayuda por llevar cuello romano. El problema aparece cuando el rol se come a la persona, cuando ya no hay lugar para decir lo que duele o lo que cuesta.

Tal vez la tarea sea redescubrir que el camino espiritual no exige negar la fragilidad, sino integrarla como parte del misterio de ser humanos frente a Dios.

Y esa luz no se alcanza con certezas ni máscaras, sino con presencia, escucha y comunidad real. Una Iglesia que abrace no solo el ministerio, sino también la vida concreta de quienes lo encarnan.


Juan Manuel Otero Barrigón


Fotografía: https://www.pexels.com/es-es/@cottonbro/

(*) Antonio Spadaro, Soledad y malestar del sacerdote, La Civiltà Cattolica (ed. española), 23 de junio de 2023. Disponible online: https://www.laciviltacattolica.es/2023/06/23/soledad-y-malestar-del-sacerdote/

Lecturas recomendadas

Correa Lira, J. L. (2021). Mi corazón está firme: Afectividad y sexualidad sacerdotal [Libro electrónico]. Nueva Patris.
Garrido, J. (2014). Soledad habitada (2ª ed., reimp. 6). Editorial Verbo Divino.
Satz, M. (2023). Breve tratado de la soledad. Editorial Kairós.


miércoles, 5 de febrero de 2025

Oración de la Vida Oculta


Señor, libérame del ruido de la vanidad

de la sombra que hincha sin colmar,

y enséñame el gozo de lo oculto,

donde la semilla crece sin alarde.


Dame el coraje de hacer fructificar lo que me diste,

sin envidiar ni despreciar los dones ajenos,

y la gracia de encontrar en el otro

no un espejo de mi orgullo,

sino un rosto que me despierte al amor.

Amén.


Juan Manuel Otero Barrigón 

miércoles, 24 de julio de 2024

Mística no es quietismo ni espiritualismo

 

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"Nada es profano aquí abajo para quien sabe ver"
 (P. TEILHARD DE CHARDIN, El Medio Divino, Taurus, Madrid 1967, p. 55)
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Con la palabra «mística» se ha referido a una experiencia profunda y directa de lo divino. Un encuentro íntimo que trasciende las barreras del intelecto y las limitaciones del lenguaje. Este tipo de experiencia no se limita a una pasividad contemplativa o a una simple elevación espiritual, sino que implica una transformación integral del ser. La mística no es un retiro de la vida, sino una inmersión total en la realidad última que infunde cada aspecto de la existencia con un sentido renovado de significado y propósito.

Mística no es quietismo ni espiritualismo. 

El quietismo, en su sentido clásico, es una doctrina que aboga por la pasividad total del alma, sugiriendo que el camino hacia la unión con lo divino implica la completa inacción y la anulación de los esfuerzos humanos. En contraposición, la mística auténtica no es un mero estado de pasividad. Aunque puede incluir momentos de profunda quietud y contemplación, la mística es activa y dinámica. Los grandes místicos, como Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, hablan de un amor ardiente y una pasión que impulsa a la acción. La experiencia mística lleva a una mayor implicación en la vida, a un compromiso profundo con el mundo, y a una transformación que se traduce en acciones concretas de amor, compasión y servicio. 

La mística no es quietismo porque no busca la inacción o la retirada del mundo, sino  la participación plena y consciente en la vida cotidiana, encontrando lo sagrado en cada acto. En este compromiso activo con la realidad, el buscador se convierte en co-creador del sentido y del amor en el mundo. 

Tampoco la mística es espiritualismo, porque no se conforma con ideas abstractas y etéreas desconectadas de la vida concreta y tangible. La mística integra lo espiritual y lo material, reconociendo que la dimensión sagrada se trasluce en las experiencias diarias y en la materia misma. Hay una vivencia integral que une el cielo y la tierra, el espíritu y el cuerpo, en un todo indivisible y significativo.

En el contexto propiamente cristiano, no sólo se trata de encontrarse con Dios y ser consciente de ese encuentro, sino de colocar al Dios de Jesús en el centro mismo del corazón. Tal como sugiere el jesuita Benjamín González Buelta, este descentramiento personal del yo cambia la visión de la realidad y , por ende, la manera de situarse en la misma. La mirada de Dios sobre la realidad empieza a ser también la propia. El místico cristiano puede moverse por el mundo desde la inspiración que le llega de  manera continua desde el fondo de su hondura habitada por Dios, que lo impulsa a vivir la perfección del amor en todo lo que hace. Al mismo tiempo, en la medida en que empieza a comprometerse por el reino de Dios al estilo de Jesús, se encuentra en la acción con la misma experiencia del Dios que alimenta su intimidad. Necesita, por tanto, tener los «ojos bien abiertos» para hacer la experiencia de contemplar la cotidianeidad más espesa atravesada por la Luz que hace transparente el barro (2 Co 4,6).

Fue el teólogo alemán Johann-Baptist Metz quien habló de la importancia de una «mística de ojos abiertos». Cito sus palabras textuales: "La experiencia de Dios inspirada bíblicamente no es una mística de ojos cerrados, sino una mística de ojos abiertos; no es una percepción relacionada únicamente con uno mismo, sino una percepción intensificada del sufrimiento ajeno" (El clamor de la tierra: el problema dramático de la teodicea. Verbo Divino, Estella, 1996. p.26).

El «místico de ojos cerrados», sugiere González Buelta, vive con inusual hondura y consciencia el viaje sin fin del encuentro con Dios que cada ser humano comienza desde el primer día de su  existencia. Con estas bellas palabras lo dibuja en su obra "Ver o perecer" (Ed. Sal Terrae, Santander, 2006):  «Salir de sus manos y entrar en el espacio y el tiempo de nuestro mundo no fue una despedida, sino el comienzo de un encuentro que ya no tiene orillas». Esta mística de ojos cerrados está muy bien expresada, en sus distintas etapas de desarrollo, por grandes maestros de la vida espiritual como santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz.  Por su parte, el «místico de ojos abiertos» abre bien los ojos para percibir toda la realidad, porque sabe que la última dimensión de todo lo real está habitada por Dios. Se relaciona con el mundo dándose cuenta de las señales de  Dios, que llena todo lo creado con su acción permanente, con su fascinante creatividad sin fin. «La pasión de su vida  es mirar, y no se cansa de contemplar la vida, porque busca en ella el rostro de Dios. Se sumerge en las situaciones  humanas, desgarradas o felices, buscando esa presencia de Dios que actúa dando vida y libertad. La escolástica afirma que la mística es «Fides occulata», una fe con ojos, una fe iluminada, porque puede ver la realidad en la luz de Dios» (cf. Raimon PANIKKAR, De la Mística. Experiencia plena de la vida, Herder, Barcelona 2005, p.53).

Podríamos sintetizar parte de lo dicho, diciendo que el «místico de ojos abiertos» busca la novedad de Dios surgiendo por el centro mismo de la propia cotidianeidad. Este anclaje transforma cada acto y cada momento en una oportunidad de conexión profunda con el misterio de la existencia, integrando lo espiritual con lo mundano. La «mística de ojos abiertos»  es así, una mística encarnada, donde la práctica espiritual implica un compromiso activo y consciente con la realidad. Esta forma de situarse nos enseña a estar presentes y atentos, a ver más allá de las apariencias y a encontrar la belleza y la sacralidad en las distintas situaciones de la vida.

Algo sumamente importante en el planteo de González Buelta, es su continuo énfasis en la necesidad de no confundir la mística con actitudes y conductas que, en el fondo, responden a necesidades subjetivas de la propia persona. De este modo lo refleja en "Ver o perecer" (p. 129): «Sin implicarnos en la comunión con las personas, en especial con las que más intensamente sufren el despojo y la injusticia de este mundo, y sin el compromiso por la transformación de nuestra realidad, nuestra experiencia de la trascendencia puede ser un juego de sentimientos vacíos en una sala de espejos. Juan Martín Velasco expresa con claridad este peligro: «Para evitar los peligros que lleva consigo la dimensión mística, el cristiano tiene que integrar en ella la dimensión ético-política que le es consustancial»  (Ser Cristiano en una Sociedad Posmoderna, PPC, Madrid 1997. p. 112).

Nuestro autor concluye diciendo (p. 148): «El místico de ojos abiertos en seguimiento del Jesús pobre y humilde del evangelio asume el dolor del mundo y lo atraviesa por su mismo centro, sin esquivarlo y sin desintegrarse. Este es el milagro del amor, que es más fuerte que la muerte y que puede avanzar en medio de la noche con un alba presentida en las entrañas como certeza última. Con todos los que experimentan ese gusto anticipado de resurrección, ya puede ir componiendo «un cántico nuevo» (Ap 14,3) al sentir que el Señor hace nuevas todas las cosas en las mismas cavernas de la muerte, dentro de las lápidas que cierran la vida de las personas y de los pueblos como sepulcros lacrados con los sellos de los poderosos de este mundo (Mt 27,66)»

Para terminar, sólo quisiera agregar que me gusta pensar en el «místico de ojos abiertos» como alguien que, al igual que un jardinero en un desierto, cultiva la esperanza y la vida donde otros solamente ven muerte y esterilidad. La verdadera mística, entonces, no es un refugio del dolor del mundo, sino una fuerza que lo atraviesa y lo transfigura, encontrando en el amor y la compasión las herramientas para sanar y redimir. Con los ojos bien abiertos y el corazón lleno de presencia divina, el místico camina por la vida como un artista en su taller, dando forma a la arcilla de lo cotidiano con manos llenas de propósito y gracia. De esta forma, en cada gesto y cada palabra, en cada mirada y cada silencio, va componiendo una nueva melodía, un himno de resurrección que resuena en el alma de aquellos que aún buscan, en medio de la noche, la promesa de un  amanecer eterno.

Juan Manuel Otero Barrigón