
No es raro que alguien diga, después de algunos días o semanas de práctica: “No puedo concentrarme”, “Me distraigo todo el tiempo”, “No siento nada”, o incluso “Me siento peor que antes”. Y sin embargo, estas mismas dificultades pueden ser señales de que la oración está haciendo su trabajo. Quizás no en la superficie, pero sí a un nivel más profundo. Como psicólogo y acompañante espiritual, pude reconocer en muchas de estas trabas los movimientos del alma cuando se encuentra, por fin, cara a cara consigo misma.
La expectativa de la paz inmediata
Una de las primeras trampas es esperar que la oración contemplativa nos traiga serenidad desde el minuto uno. Pero Jálics, al igual que los grandes místicos de todas las épocas, sabía que el silencio, además de refugio, también es espejo. Al cesar los estímulos externos, comienzan a aparecer los ruidos internos. Los pensamientos acelerados, las emociones que no sabíamos que teníamos, los recuerdos que creíamos superados, todo eso aparece. Y es natural.
Desde la psicología analítica de Jung diríamos que la práctica contemplativa activa el contacto con el inconsciente. Al bajar el control del yo, emergen muchas veces contenidos que estaban reprimidos, o simplemente olvidados. No porque algo ande mal, sino porque el alma —ese Self profundo— comienza a hablar.
El conflicto con el cuerpo
Otro punto difícil, sobre todo para quienes venimos de una cultura tan mental como la occidental, es habitar el cuerpo. El método de Jálics insiste con razón en la postura: espalda erguida, pies apoyados, respiración consciente. Pero no es fácil. El cuerpo está tenso, duele, se impacienta. Y muchas veces también, es un lugar de memorias.
Recuerdo una vez en que, al comenzar el ejercicio, me invadió una incomodidad y una irritación sin causa aparente. Me molestaba el ruido del entorno, el peso del cuerpo, incluso la palabra que había elegido. Durante varios minutos luché internamente, queriendo “superar” ese estado. Hasta que, casi sin darme cuenta, algo cambió: dejé de resistirme. Simplemente me quedé ahí, con mi mal humor, pero presente. Y en esa rendición silenciosa, se hizo un espacio nuevo. No vino ninguna imagen ni consuelo, pero sí una paz extraña: la de poder estar con lo que hay. Ese día comprendí que la oración no siempre dulcifica, a veces sólo acompaña. Y eso también es gracia.
Desde la mirada junguiana, el cuerpo es portador de alma. Las emociones que no fueron vividas pueden anclarse en él. Por eso, la contemplación silenciosa es también un modo de permitir que lo inconsciente corporal emerja y sea visto, sostenido por la presencia amorosa de Dios.
Distracciones: el pan de cada día
Uno de los temas más recurrentes es la lucha contra las distracciones. Jálics insistía en no pelear contra ellas. No se trata de echarlas a patadas, sino de volver una y otra vez, con suavidad, a la palabra o a la atención corporal. Es un ejercicio de paciencia, no de perfección.
En la psicología profunda esto tiene una resonancia interesante: el yo quiere controlar, quiere que “salga bien”, y se desespera cuando no puede. Pero la oración no es un logro del yo. Es un dejarse hacer. Las distracciones, en ese sentido, también pueden ser un entrenamiento en humildad, en soltar la necesidad de eficacia y dejarse llevar por una corriente más honda.
Hay días en que uno no puede sostener la práctica. Y eso también es parte. A veces, lo más contemplativo que podemos hacer es aceptar que hoy no hay silencio, que hay cansancio o confusión, y simplemente presentarse igual. Como decía una de mis queridas acompañantes de Ejercicios: “El alma ora incluso cuando la mente no puede”.