A veces, cuando acompaño psicológicamente a sacerdotes y religiosos, aparece una sensación difícil de nombrar. No es falta de fe. No es una crisis de sentido del todo. Es algo más delicado, más hondo: la impresión de que, en el origen de algunas vocaciones, hay heridas que nunca fueron puestas en palabras. Y que la elección de una vida religiosa, aunque sincera, pudo haber operado también como una manera de no mirar ciertos dolores. De protegerse.A esta forma particular de configuración del llamado me permito denominarla "vocación defensiva". No en el sentido de ser falsa o mentirosa, sino como una estructura que se arma para sostener al yo cuando la vida, en sus primeros tramos, no ofreció suficiente contención o simbolización. La religión, entonces, aparece como un orden, un refugio, una promesa de sentido. Y eso no está mal. Pero puede volverse problemático cuando, pasados los años, ese andamiaje sigue operando más como defensa que como impulso vital.
Muchos religiosos fueron niños buenos, adaptados, cumplidores. Muchos aprendieron temprano a hacerse cargo, a cuidar, a callar. No es raro que el ideal de entrega aparezca muy pronto como una vía natural. Pero a veces, esa entrega está sostenida por una renuncia silenciosa a los propios deseos. O por un temor inconsciente a la vida afectiva, al cuerpo, a la libertad.
La vocación religiosa puede alojar tanto un llamado profundo como una estrategia inconsciente para evitar el dolor. Puede ser, a la vez, un gesto del alma y un mecanismo de defensa. Esto no invalida la vocación, pero nos invita a mirarla desde otro lugar: no solo como una elección, sino también como una historia.
Hay quienes ingresan al seminario buscando a Dios, pero también buscando al padre bueno que no tuvieron. Hay quienes eligen el celibato con devoción, pero también con miedo al deseo. Hay quienes se entregan al servicio con generosidad, pero sin haber podido explorar sus propios límites o necesidades. Y en todos estos casos, la vocación puede mantenerse durante años, incluso con frutos. Pero llega un momento en que la estructura comienza a romperse.
A veces, ese momento llega como cansancio. Otras veces, como un dolor difuso, una desmotivación que no se explica. A veces, como una atracción inesperada. O como una crisis. Y allí aparece la pregunta: ¿Por qué estoy acá? ¿Qué me trajo realmente hasta este lugar? ¿Fue solo Dios, o también una necesidad de refugio, de orden, de pertenencia?
El problema no es haber llegado por defensa. Todos, en algún punto, hemos necesitado defendernos. El problema es no poder mirar eso con ternura y con verdad. Cuando una vocación no se revisa, se corre el riesgo de rigidizarse, de vaciarse de sentido. Se vuelve formalismo. O se habita con una tristeza callada.
Pero cuando se la puede revisar, cuando se puede nombrar el miedo, la carencia, la necesidad que también estuvo allí en el origen, entonces algo se transforma. La vocación se limpia. Se aligera. Puede renacer desde otro lugar.
No se trata de abandonar el camino, sino de hacerlo más verdadero. Más encarnado. Más libre.
Acompañar estas preguntas no es fácil. Hay que animarse a escuchar sin juzgar. A abrir espacio para el dolor sin apurarse a resolver. A diferenciar lo que es fe viva de lo que es mecanismo de supervivencia. Pero vale la pena. Porque cuando un religioso se reencuentra con su deseo profundo, cuando puede volver a mirar su historia sin miedo, algo se enciende. Algo respira.
Y entonces, quizás por primera vez, esa cruz que cargaba no como elección sino como destino, puede volverse signo de vida. Y no escudo.
Esa es, tal vez, la verdadera Pascua vocacional.
Juan Manuel Otero Barrigón
Foto de Roger Ce https://www.pexels.com/es-es/foto/arquitectura-techo-religion-catedral-14242351/