sábado, 6 de septiembre de 2025

Salir del rebaño: clínica del exilio interior

Hay momentos en la terapia donde no se trata solamente de tomar una decisión, sino de cruzar un umbral interior. A. lo expresó con una honestidad que me conmovió: “Si me voy, siento que traiciono a Dios. Pero si me quedo, me traiciono a mí”.

A. había nacido y crecido dentro de los Testigos de Jehová. Su vida había estado muy  marcada por esa pertenencia: desde sus amistades hasta sus lecturas, desde sus ideas sobre el amor hasta su comprensión del tiempo y del fin del mundo. Porque en este grupo, la fe no es un asunto ni privado ni flexible. Se vive como un todo cerrado, que abarca desde lo más íntimo hasta lo más cotidiano, con normas claras y consecuencias explícitas si se las desobedece.

La espiritualidad como frontera

El punto no era solo doctrinal, aunque también había eso. En el último tiempo, A. se había estado preguntando cosas que ya no encontraba lugar para formular. La doctrina del “remanente ungido”, el rechazo a muchas fiestas comunes y corrientes para la mayoría de las personas, la insistencia en que sólo la organización tiene la verdad... Todo eso, que en un momento había sido un marco de seguridad, ahora empezaba a sentirse como una jaula.

Pero lo más difícil no eran las ideas, sino el entramado emocional. En el grupo, la duda no está bien vista. Preguntar puede ser leído como rebeldía. Y alejarse suele significar no sólo dejar una fe, sino perder una familia. No por decisión propia, sino por una práctica común en el grupo: el aislamiento o “shunning”, como algunos especialistas lo llaman.

Desde afuera, esto resulta excesivo. Pero desde adentro, es vivido con una mezcla de culpa, miedo y lealtad. Y ese es uno de los mecanismos más dolorosos: cuando se logra que el propio corazón vigile o silencie a la conciencia.

El alma que quiere hablar

En clave arquetipal, el alma de A. estaba empezando a hablar con otra voz. Una voz que no negaba su pasado, pero que pedía espacio, respiro, y autenticidad. En términos bíblicos, pienso en la figura de Abraham: llamado a dejar la casa de su padre, sin saber exactamente adónde ir, sólo con la promesa de un Dios que lo llama fuera del campamento.

En el consultorio, el acompañamiento no pasaba por empujarlo a irse del grupo —creo que sería un gesto violento e irresponsable—, sino por ofrecerle un lugar donde las preguntas pudieran ser habitadas sin temor. Donde pudiera distinguir qué era fidelidad a Dios y qué era miedo disfrazado de obediencia.

A veces, lo que más aliviaba a A. no era una interpretación, sino simplemente que alguien no lo corrigiera ni lo juzgara. Que pudiera decir en voz alta: “Ya no estoy seguro de que ellos tengan la única verdad.” Y que en ese momento, eso no implicase perderlo todo.

El sueño y la puerta

Una vez trajo un sueño. Estaba en un salón grande, como uno de los salones del Reino donde los Testigos se reúnen. Todos cantaban. Pero él veía una puerta entreabierta por donde se filtraba una luz dorada. Dudaba. Nadie más parecía verla. Al final, se acercaba, pero no llegaba a cruzar.

No era necesario interpretarlo demasiado. Lo importante era que el alma le mostraba algo. Que esa puerta existía. Que salirse no era necesariamente traicionar a Dios, sino empezar a caminar con Él de otra manera.

En los grupos con estructuras rígidas, la confusión entre Dios y la organización puede ser tan fuerte que toda disidencia se vive como apostasía. Pero, como señala la teología mística, Dios no se agota en ninguna forma, por sagrada que sea. Hay algo de su misterio que siempre desborda. Y cuando la institución deja de hospedar ese misterio, el alma se empieza a inquietar. Me gusta mucho como lo piensa Javier Melloni, al decir que las religiones son, en el mejor de los casos, transmisoras de una plenitud que les ha sido dada; pero que cuando dicha transmisión se transforma en la pretensión de ser poseedores de una totalidad, las cosas empiezan a torcerse.

El dolor del exilio

Decidir alejarse fue un proceso lento. Un camino con pausas, con retrocesos, con momentos de mucha tristeza. A. perdió vínculos. Sintió miedo. En algún momento dudó si no estaba cayendo en la “trampa de Satanás”, como tantas veces le habían advertido.

Pero también comenzó a ganar algo: un espacio interior más libre, un modo más compasivo de hablar con Dios, una capacidad de pensar sin temor al castigo. Lo más difícil, quizás, fue descubrir que se puede seguir siendo espiritual aún cuando uno se aleje de una estructura que se dice representante exclusiva de la verdad.

Hoy, A. no reniega de todo su pasado. Reconoce aspectos valiosos: una actitud ética, cierta disciplina, incluso algunas relaciones genuinas. Pero también ve con claridad cómo el miedo, el control y la manipulación se pueden camuflar bajo discursos religiosos.

Una espiritualidad que bendice la búsqueda

Para quienes acompañamos estos procesos, la tarea es delicada. Hay que sostener el dolor sin minimizarlo. No apurar el paso. No reemplazar un dogma por otro. Solo estar, con atención y cuidado, mientras el alma misma va diciendo por dónde.

Jesús no solo habló del buen pastor: también fue el buen pastor. Fue él que salía a buscar a la oveja perdida, no para devolverla sin más al rebaño, sino para cargarla con ternura sobre sus hombros. Y a veces, acompañar a alguien que deja un grupo cerrado es simplemente eso: sostenerlo mientras se atreve a escuchar otra voz, más viva y más honda. 


Lecturas recomendadas

Melloni, J. (2011). Hacia un tiempo de síntesis (1. ª ed.). Fragmenta Editorial.